lunes, 16 de septiembre de 2013

Hija de la Diosa


En la Oscuridad caminando.


Entre los enormes árboles de troncos tan viejos como la tierra que los sostiene. La luz de la luna entre las ramas, mis pies hundidos en el fango de la lluvia virgen. En silencio, el olor de la humedad creando una nueva dimensión de la sensación. Perdida, en laberintos de pensamientos más antiguos que mi propia razón. La palabra entre los dedos, los recuerdos desdibujados. El tiempo no existe, en realidad. Soy una obra efímera, carne y sangre, que guardan la densidad de una identidad que quizás es resultado de la retórica de mi propia concepción. O, me digo con una sonrisa, ( inevitable arrogancia) soy un destello destinado a elevarse una y otra vez desde el silencio del suelo fértil donde duermen los que jamás son olvidados. No podría decirlo, no hay respuestas en realidad. Solo la oscuridad ondulante, las ramas de los árboles cantando libremente en medio de la noche, la luna como el gran testigo del mutismo cósmico. En esta grieta exacta entre la idea y el concepto, me encuentro, de pie, en mitad de mi misma, esperando, simplemente observando.

inmóvil, los ojos entrecerrados, escuchando al viento, continuo disfrutando de esta extraña tranquilidad, la ausencia de todos los sonidos naturales. De improviso, me parece que comprendo el sentido de este insólito instante. Un sonoro momento de agria dulzura, como la ruptura de una rama bajo mi peso. Echo andar en la oscuridad, los ojos cerrados para evitar la sensación de volverme y perder el camino. Un Orfeo desesperado y con la respiración agitada, tropezando con piedras y raíces, cayendo sobre el barro fresco. Me levanto, me apoyo en los árboles, las rodillas lastimadas, el corazón latiendome tan rápido que apenas puedo respirar. El sudor en las palmas de las manos me hace resbalar, las uñas aferradas a la madera. Las lágrimas en los ojos cerrados, los pies apoyándose en los mínimos resquicios. Pero continuo, avanzado, trabajosamente en el bosque.