lunes, 21 de abril de 2014

Al principio era Dios. Él guardaba el libro de instrucciones del universo y establecía el lugar de cada individuo en el mundo. Todo estaba justificado en la divinidad y los poderes supranaturales. Después llegó la ciencia y se llevó a Dios por delante. El orden del mundo estaba justificado por la economía, la sociología, la antropología y el resto de disciplinas que justificaban el porqué de las cosas. La desigualdad, la injusticia, el abuso, se presentaban camufladas entre las leyes de la naturaleza.
Luego vinieron las máquinas y los algoritmos. La actividad del globo terráqueo se llevó a una nube eléctrica que partía el mundo en dos. Lo que se hacía aquí y lo que se hacía allí. En la tierra se desempeñaban los trabajos físicos y se producían los intercambios materiales. En el cielo artificial se establecía el precio de las cosas y la distribución de la riqueza mundial.
Miles de máquinas chupaban toneladas de electricidad para mantener y alimentar ese mundo paralelo donde se forjó el capitalismo de la información. Las matemáticas suplantaron a Dios y a las ciencias humanas.
Los modelos económicos se convirtieron en el estiércol que nutría una creencia planetaria de que la economía suponía el principio y el fin del mundo. Era lo que amamantaba y, a la vez, llenaba de pestilencia a esa nueva visión existencial. No había entidad espiritual capaz de competir con una fórmula embutida en decenas de cifras y letras.
Y ocurrió que la eficacia de las máquinas refinaron tanto los modelos económicos que los dotaron de vida propia. Su lógica y sus criterios se impusieron sobre los argumentos humanos y el hombre quedó como un elemento residual de la mecánica de los mercados.
La historia del hombre es la historia del intento de dominar a otros hombres. No siempre pudieron y por eso inventaron las máquinas. Los humanos dominaron la tecnología y crearon millones de aparatos que trabajaban para ellos. Tantos que la existencia ya no se entendía sin cientos de dispositivos alrededor. Tantos que un individuo sin gadgets era un cervatillo en un coto de caza.