domingo, 28 de julio de 2013
Desconfianza
Coleccionábamos papel de cartas con dibujos cursis y olores almibarados. Aquellas hojas por lo general rosas, aunque también las había moradas, verdes, rojas y azules, marcaban jerarquías precisas. Las que abundaban te ponían cara a la pared, bien apretada con otras niñas. Para salvarse bastaba lo insólito, que además debía rozar lo bello. Con seis años, yo podía ir sola a muchos más sitios que cualquiera de las compañeras de mi clase, pues mis padres abogaban por preocuparse lo justo. Eso ampliaba mis posibilidades de distinguirme de las otras niñas a través de las hojas cursis, distinción de la que estaba necesitada por ser nueva en el colegio y hablar con un acento del sur que lo único que atraía a mi alrededor era el vacío. Para que te quisieran había que lucir algo especial del tipo ser rubia con ojos azules, hacer siempre bien los deberes o poseer hojitas que fueran rarezas. Había estado ahorrando durante dos semanas el dinero de la merienda, y una tarde, y puesto que nadie me vigilaba, llegué a la calle de Colón y me metí en una papelería, donde encontré unas hojas amarillas. Su diseño, salpicado de animales de granja, no era muy distinto al de las que circulaban en mi clase; sin embargo, estaba segura de que nadie más tenía aquel modelo. A la mañana siguiente le enseñé a una de las niñas que viajaba conmigo en el autobús escolar mi nuevo tesoro. Se trataba de una pelirroja que nunca me había dirigido la palabra, y que prorrumpió en exclamaciones y promesas de amistad eterna cuando le mostré aquellos papeles de cartas. "Puedo conseguirte unos iguales", le dije, y de repente experimenté algo mucho mejor que ser querida por tener algo único: compartirlo. Pero, oh, cometí el error de asegurarle que al día siguiente tendría sus hojitas amarillas. Me había quedado sin dinero, y necesitaba volver a ahorrar. Como no podía demorarme, le pedí a mi madre 600 pesetas para la dádiva. "Ya te hemos comprado muchas", me contestó. "No es para mí", le dije, "quiero regalarle las hojas a una amiga". Mi madre me respondió sin ninguna piedad: "¿Una amiga? Esa lo que quiere es aprovecharse de ti, no seas tonta". Yo no le había contado a mi madre que vagaba sola en el recreo, pues no era tan fuerte como para reconocer que algo iba mal y defraudarla. Tampoco le hablé, porque en ese momento no lo entendí, de que acababa de destruir mi confianza en la generosidad, y por ende en cómo podía acercarme a través de ella a los demás. Me limité a sentirme idiota, pues creía ciegamente en sus juicios apocalípticos. Por supuesto, mi madre no permitió que yo faltara a la palabra que había dado, y me acompañó a la papelería a por las malditas hojas. Al día siguiente se las di a mi compañera en silencio y con desdén. Me quedó un regusto espantoso. Y hasta hace poco no he sabido qué nombre ponerle.
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