Scar. Ese era el nombre que le pusieron al tío malo del Rey León. Claro, era pérfido y tenía una cicatriz que le marcaba la cara. Mientras todos los niños lloraban la muerte de Mufasa, yo sentía un picorcillo en el coño y algo similar a las ganas de hacer pis con mis ocho años, en aquella suave butaca que acariciaba las ingles custodias de mi virginidad ridículamente física.
Pocos meses después, y en otras circunstancias que hoy no vienen a cuento, tuve mi primer orgasmo. Pero ya en ese momento me tocaba, arrancando placeres lineales de tinte infantil. Durante un tiempo indefinido tras ver la película, mis fantasías me ubicaban en un marco de naturaleza idílica y oscura. Yo estaba desnuda y mi coño hinchado, picante y previo a la orina, tal y como lo había sentido en el cine. El león sobre mí, y yo arañaba su marca, la abría y empujaba con el dedo dentro de la yaga, que sangraba, y él aullaba y me mordía, arrancándome la carne, magullándome hasta el hueso.
Ya más crecida, con las tetas y el culo gordo, vinieron ellos. Scarface y su puto poder, que tenía un precio mucho más bajo que mi lubricidad por su cara maltratada. Especialista Mike, su coche a prueba de muerte y su fetichismo de pies. Y unos cuantos amantes de carne y hueso, con el hueso oculto y la carne recosida a mi vista enferma. Contaba cada punto de costura, e imaginaba mientras me los follaba como una zorra común cómo sería su carne abierta, entrada a un mundo tangible de gelatina, nervios y sangre. Su belleza interior. Su real atractivo. Mientras me los follaba como una perra al uso, ellos ignoraban que lo que yo deseaba mientras lamía como una gatita emputecida de lo más cotidiano sus pezoncillos abruptos era en realidad arrancárselos a mordiscos, llenarme la boca de piel y hierro para después enfundarme unas medias blancas de liga y jugar a las enfermeras cachondas, pero con hilo y aguja.
Después están las obras de la cirugía. Follarse a una puta de pecho de plástico y reírse del escarnio de unas tetas estigmatizadas como una vaca que quiso salirse del cerco y sufrió el desgarro de una valla erizada. O esa belleza minimalista de las tetas operadas de alta alcurnia con sus costuritas pezoneras tan delicadas.
Y las pollas. Esas pollas enfermas de fimosis condenadas a sufrir el aburrimiento del modelo perpetuo sin capota. Con sus líneas pequeñas, limpias, blanquecinas. Como las tendría una Polla Santa.
Pese a todo, ninguna cicatriz de quirófano puede equipararse al encanto de una cesárea. El alien reventado por la tripa, como revientan los aliens. Desgarrando la carne, explotando entre líquido amniótico viscoso. Obligado el bebé a renunciar al sueño de ver la luz a través del conducto más perfecto de cualquiera que exista, un coño dilatado, sangrante y dolorido. Renunciando la madre al placer de expulsar una vida a través de la vía más placentera que tiene en su cuerpo, plasmando en la piel de su hijo el olor de la sangre y la vagina, llenando de Pecado el alma inocente del niño que de morir en el parto no conocerá Cielo y sufrirá Purgatorio porque un Páter no ha podido tirar su agua bendita en su calva y su aliento etílico en su cara. Esa cicatriz es la huella misma del fracaso femenino y la negación de la naturaleza. Por eso es terriblemente bella, porque en ella están escritas demasiadas frustraciones que hubieran acabado, en otra época, con al menos una muerte segura. Y puede que dos. Y yo siempre estoy del lado de los renegados de Dios. Y lamería cesáreas hasta que mi lengua necesitara también de un remendado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario