martes, 2 de septiembre de 2014

Nada es verdad.

Fue hace bastantes años. Estaba tumbado en el sofá del salón de la casa mi abuela viendo la típica película de sábado por la tarde. Un huracán amenazaba la tranquilidad de un pequeño pueblo estadounidense. Los protagonistas, una idílica familia norteamericana perfectamente integrada en una comunidad de honrados trabajadores y pequeños propietarios, resistían los embistes de una espectacular tormenta ciclónica que amenazaba con destruir todo por lo que los padres fundadores habían luchado en el pasado. Mi abuela llevaba un buen rato dormida cuando el estruendo de un relámpago que impactó en la pequeña iglesia de madera blanca la despertó súbitamente. Miró con horror la pantalla de la televisión: “qué desgracia, pobre gente”, y se volvió a dormir. Obviamente la iglesia no ardió. Milagro, USA.
Desde aquel día me fijé en algo en lo que antes no había reparado: que mi abuela, que por entonces debía tener casi 90 años, creía que casi todo aquello que veía fugazmente en televisión era verdad. Al contrario de lo que pueda parecer, mi abuela por entonces tenía intactas sus facultades intelectuales. La pregunta no es que cómo era posible que no pudiese distinguir la realidad de la ficción -al fin y al cabo ese tipo de efectos especiales eran bastante novedosos- sino que cómo sabemos nosotros, ahora, qué es verdad y qué es mentira.
Gracias a internet podemos informarnos tanto por los medios de comunicación de masas como por la llamada prensa alternativa. A una distancia de dos enlaces tenemos los datos de la última encuesta de población activa y el documental donde se desvela que Obama es un reptiliano. A no ser que seas un conspiranoico que cree que el gobierno nos fumiga diariamente con veneno para contentar a sus socios extraterrestres, lo lógico es saber discernir perfectamente cual de esas noticias es verdad: ninguna. La gente cree estar muy bien informada, tiene la certeza de poder conocer tanto al versión oficial de cualquier asunto como la alternativa y, dependiendo de sus filias o fobias, se posiciona de forma maniquea. Da igual que sea sobre la guerra de Ucrania, la de Siria, el virus del ébola o el juicio de Isabel Pantoja, la gran mayoría quiere tener una opinión y cree tenerla en base a datos e informaciones que ha buscado o recibido. Todo eso no es más que un despropósito.
El otro día leía la noticia en el un medio digital editado por veteranos norteamericanos que Abu Bakr al-Baghdadi, el líder del ISIS (“Estado Islámico”, el nuevo grupo islamista que dice querer implantar un califato de aquí a Pequín), era en realidad Elliot Shimon, un agente del MOSSAD. Adjuntaban una fotografía actual del líder junto a otra supuestamente más antigua donde posa junto a una mujer. Se parecen mucho, sí, y qué. Más allá de lo fiable o no que pueda ser un medio o de lo verosímil que pueda parecer una noticia, lo cierto es que a día de hoy es imposible sacar ninguna conclusión a partir de una fotografía o un vídeo. Los editores de imagen son tan avanzados que es muy difícil discernir si lo que estamos viendo es una imagen tal cual o ha sido retocada, si lo que estamos viendo es verdad o no. Pensad en los vídeos virales, en aquel mono que coge un kalashnikov y se pone a pegar tiros o algunos de esos donde un tipo lanza un balón desde no sé cuántos metros, rebota tres veces y encesta. ¿Cuántas veces nos la han colado?
La verdad, como juicio veraz y objetivo, es imposible. Cuanto más pretenda uno informarse, más elementos aparentemente verosímiles y a la vez enfrentados tendrá a su disposición. Más allá de lo que uno quiera creer, lo cierto es parece que no podemos ya alcanzar ningún conocimiento verdadero sobre casi ningún hecho. Todo parece verdad y todo parece mentira. Posicionarse ante un hecho es más una inclinación, creer una versión porque interesa personalmente o porque responde a unas ideas preconcebidas.
Voy más allá. Ni siquiera los hechos basados en datos son verdad. Todo dato, toda experiencia, no es más que una interpretación o la suma de varias. Decía Nietzsche en “La Voluntad de poder” que “lo necesario es que algo deba ser tenido por verdadero, no que algo sea verdadero”. El matiz es importante. Los humanos, como el resto de animales, deben sobrevivir en un mundo que les es hostil. A diferencia de otras especies animales, los humanos basan su seguridad no en ciertas capacidades físicas sino en la llamada capacidad intelectual. Lo que le da seguridad al humano son las verdades, construcciones intelectuales y reflexivas sobre las cosas y los hechos que pretenden ser objetivas. La verdad, como todo pensamiento racional, es una construcción, no una realidad en sí. El hombre crea a su medida un mundo inteligible, categórico, esencialista, conceptual, ordenado y comprensible frente a la realidad del caos y el orden de la naturaleza para protegerse, para sobrevivir.
La Verdad, como idea y concepto, es ante todo una valoración útil y necesaria para la existencia de la mayoría de humanos. “La verdad es apariencia. Verdad significa realización de poder, elevación a la mayor potencia. Para Nietzsche, nosotros los artistas = nosotros los buscadores del conocimiento o de verdad = nosotros los inventores de nuevas posibilidades de vida” (Deleuze). El problema surge cuando los humanos olvidan su naturaleza creadora, el recurso originario para evitar el abismo de una existencia incomprensible. Es decir, lo que permitió al humano sobrevivir le ha acabado esclavizando:
“En este mismo momento se fija lo que a partir de entonces ha de ser Verdad, es decir, se ha inventado una designación de las cosas uniformemente válida y obligatoria, y el poder legislativo del lenguaje proporciona también las primeras leyes de verdad, pues aquí se origina por primera vez el contraste entre verdad y mentira”
Nietzsche
La humanidad desea sobrevivir no sólo a su existencia, sino a si misma. La “voluntad de verdad” es una expresión de la “voluntad de poder”, es decir, de dominación. Dominar la experiencia de la vida a través de la creación de la verdad, dominar al resto de animales, dominar la naturaleza. A partir de las verdades creadas los hombres y mujeres imponen sus conceptos, sus interpretaciones, al resto de existencias: trata de doblegar a la vida y a todo lo existente. La humanidad, en un sentido estricto, es una especie totalitaria. Y toda esa voluntad de poder, de imposición, nace de su miedo a la vida tal y como es.
La utilidad de una verdad reside en su capacidad para permitirnos vivir con seguridad, sobrevivir, conservarnos, potenciarnos. La verdad es, en definitiva, una creencia necesaria para seguir existiendo, nuestra defensa frente al peligro de la vida. A diferencia del resto de animales, nuestra supervivencia se basa en el autoengaño. Nuestra verdad es la gran mentira, y en base a ella hemos esclavizado al resto de cosas y existencias sin darnos cuenta de que hemos sido rehenes de nuestro propio mecanismo para sobrevivir. Nuestra existencia, en definitiva, es la gran mentira.
Parece que sólo nos queda la máxima “nada es verdad, todo está permitido”, y sin embargo también es mentira. Lejos de ser un mantra ultraescéptico, la cita popularizada por William S. Burroughs pertenece a Hassan I Sabbah, un místico ismailita líder de los famosos hashshashín, cuyo significado real es que el mundo visible es irreal en comparación con la divinidad. Al contrario de lo que pensaba Nietzsche, Hassan I Sabbah no se refería a ninguna transvaloración de los valores transcendentales y, por lo tanto, el nihilismo; sino que el mundo tal y como lo conocemos no es tan verdad/real como la realidad de Allah, por lo que los iniciados ismailis estaban exentos de seguir las leyes terrenales. Y aunque no creamos en ese otro mundo celestial y divino en el que creían ellos, podríamos quedarnos y recuperar su actitud frente a lo terrenal -lo sociocultural- para evitar nuestra propia trampa y, tal vez, vivir una existencia mucho más decente.

Diego Volia
De: http://revistanada.com/2014/08/19/nada-es-verdad/

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