martes, 28 de julio de 2015

No puedo soltarlo, estoy escondida en una masa uniforme y densa que vibra y transforma mi capacidad de autodefinición, masa rellena de mentiras, falsos miedos y gimoteos. A pesar de ello intento escarbar en mi conciencia, justo detrás de mis ojos para encontrar tierra a la que echar a las viejas heridas laceradas. Cada vez que voy al monte, al anochecer tengo miedo y fascinación instintiva, me veo en cada sombra, esperando, expectante, veo mi parte más brutal, soez y primitiva, con sangre seca en las manos y en las comisuras de los labios, corriendo silenciosamente con mirada vivaz detrás de una melena enmarañada y piojosa. Soy y no soy yo, son la fuerza de mis pulsaciones deseando escapar, arañando las paredes de mi cordura, es mi carne desnuda anhelando cubrirse con las estrellas, carne que le falta carne viva rodeando su pecho, le falta la sangre recorriendo por los dedos y heridas que no duelan en los pies, le falta el oxigeno, las tripas y el sudor. Hago un terrible ejercicio de mediación entre la nada y la mentira que compone mi ingrato reflejo. Escupo al cielo con la cara hacia arriba para recordar fantasías que otrora componían mi misterio. Siento el pecho encerrado e inundado por agua densa y de verde oscuro, pecho de pantano repleto de tristeza que se me otorgó en la violencia de mi nacimiento, con él me llevé por delante la vida y la muerte en una sola contracción y desde entonces camino por la fina cuerda de la melancolía y el abatimiento. No hay manera de no pisar estos cristales rotos.

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