domingo, 28 de julio de 2013

Agustín García Calvo

¿Qué sabréis vosotros lo que es un niño, lo que son niños ni niñas? Ah, pero funcionáis como si lo supiérais, con una fe mortal en que sabéis cuál es el destino de todos y de cada uno, con una prisa por cumplir la Orden, que no dais abasto a tanta pedagogía; que se hagan cuanto antes, a la cuenta del tiempo de las velitas de sus tartas de cumpleaños, unos hombres como Dios manda (o unas mujeres, con tal de que sean mujeres de hombres), y más aún, que sean ya ahora su futuro, unos hombrecitos, o al menos unas mujercitas, en fin, crías de Hombre, y no otra cosa.
Ya sé que también bajo el antiguo Régimen había escuela, y hasta palmeta y orejas de burro para el más lerdo: siempre ha habido escuela (vamos, desde el comienzo de la Historia, que de lo otro no se sabe), y, cuando a aquel niño de un pueblo de Jaén le preguntaban: “Y tú, ¿qué vas a ser cuando seas mayor?” respondía mohíno; “Yo que no haiga escuela”, y se decía entonces: “La letra con sangre entra” (la letra, ¿eh?, que no la lengua, que ésa no tenía ni que entrar, y ni siquiera entrar al idioma de los padres costaba sangre), pero es que habéis progresado tanto, con los métodos de la dulzura democrática, con la pedagogía lúdica (ya les mandáis jugar, que se tomen hasta la clase como un juego, y conseguir así que se aburran jugando, mucho más que con el padrenuestro y la tabla de multiplicar), que sois insidiosos y venenosos como nunca.
Ni creáis que me crea yo que los niños son unos inocentes: “inocencia” es otra idea (para sostener la de “culpa”) de vuestras sucias imaginaciones. De ésos que oigo por la ventana, supongo que cada uno de por sí está gritando “¡Gol!”, o “¡Qué chándal más guai!”, o “Pues mi mamá es ingeniera”, o cualquiera de las idioteces que les mandan; pero todo eso se pierde en el aire, y me llega sólo la pura algarabía, donde oigo palpitar la razón común, que nunca muere. ¿Sabíais vosotros, infames, que cada vez que nace un niño a este mundo trae consigo un aliento de verdad y vuelve a darse entre nosotros el milagro de la encarnación del verbo? No: eso es lo que vosotros, servidores del Futuro, no sabréis nunca; no os lo podéis permitir siquiera sospecharlo. Y, como desespero de hacéroslo entender (de paso que trato yo mismo de entenderlo), por eso ¡con qué alegría me despido de vosotros, falsificadores, según se me va ensordeciendo en los oídos el vocerío de los niños de la escuela!

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